Si había algún feriado largo, vacaciones de invierno o una vez que terminaba el año escolar, mi deseo era uno solo: salir cascando lo más rápido posible hacia Papudo, para ser acogido por los Encina, a los que siempre sentí, siento y sentiré mi familia papudana. Don Miguel y la mama Juana fueron mis padres durante esos días y hasta meses que, por años, pasé bajo el manto protector de su tutela.
Don Miguel y la mama Juana
Mi mama Juana Álvarez siempre me trató con extremo cariño y guardaré su imagen en mi corazón con amor profundo, sintiéndome su hijo adoptivo, hasta el final de mis días. Si bien externamente se expresaba con dureza, frunciendo el ceño, era a veces imposible otra forma de controlar a los cabros: Miguel, Tito, Manuel, alias el Guatón, Guillermo, alias el Negro, y Pedro, alias el Pelao, por el lado masculino. Clara, Palmira, alias la Palmy, Ernestina, alias la Erna, Eugenia, alias la Quenita, Teresa, alias la Teruca, Eliana, alias la Pelaita, Juany y Judith Ximena, alias la Judy, por el lado femenino. Un equipo de futbol mixto, con posibilidad de dos cambios sentados en la banca!!!
Juany, Eliana y Judith No faltaba la discusión boba, que este me hizo esto y que el otro me hizo aquello, para que la mama entrara en acción. Pegaba la buena retada, la que a veces terminaba con la frase: "Mmmmmm, mirenlo, ya te voy a hacer graciosito, ya!!!" Frase que heredó la Palmy, trayéndome el cálido recuerdo de la mama Juana. Recuerdo patente, estando yo bien chico, escucharla levantarse muy temprano, en invierno hasta a oscuras, para amasar el pan que salía después, delicioso y perfumado, del horno de barro. Preparaba el desayuno en una cocina de leña, que estaba al fondo izquierdo de la casa. Inolvidable el olorcito de los huevitos fritos, de campo, que aparecían en esos desayunos! Como inolvidable también la imagen de la mama Juana llamando a las gallinas con ese “tiquitiquitiquitiqui”, desparramando maíz en el patio delantero, rodeada por no sé cuántas de ellas!!!
Mi mama Juana era, por dentro, una mujer dulce, tierna y querendona. Cada vez que fui a Papudo, después de mi exilio voluntario en Brasil, fui a visitarla y lamenté profundamente su partida, tanto como la de mi propia madre. Me hubiese gustado ser uno más de esa masa de cientos de personas que la fueron a dejar para que descansara de sus amasadas y sus cocinadas para ese ejército de cabros, incluyendo al Jaimito, como me decía ella hasta bien crecidito.
El taita Miguel Encina llegaba a tomar desayuno después de haber ido a regar las partidas, revisar los greens y hacer quien sabe cuántos otros trabajos en el club de Golf de Papudo. Entraba a la casa, resoplaba con aire cansado, colgaba su jockey y se sentaba a la mesa. Era bravo pa’ la pega el hombre. Don Miguel fue siempre de carácter duro con todos los cabros. Lo vi cambiar cuando nacieron los nietos, principalmente con el Titin y el Yony, hijos del Tito y la Martita Bazán. Ahí el hombrón se puso dulzón y chocho, quien lo imaginaria!
Le tuve siempre profundo respeto y un cariño tan oculto como él lo tuvo con nosotros, sus cabros. Le teníamos miedo, esa es la verdad. Él y mi amado viejo, don Pedro Segundo, me hicieron crecer y aprender lo que era bueno o malo con la fuerza de sus miradas.
Recuerdo a don Miguel mirarme feo por entre las flores del jarrón en medio de la mesa del comedor, una noche, cuando debo haber puesto cara de mañoso, siendo bien chico. De ahí en adelante jamás nunca osé desafiar sus reglas en la mesa.
En el exterior, con el Pelao, sí lo desafiábamos. Nos tenía prohibido ir a jugar a deslizarnos en una tabla, aprovechando lo resbaladiza que se ponía la quebrada de la cancha del 8, que se cubría con esas agujas que suelta el pino. Pero era irresistible no aprovechar esa montaña rusa natural, empinada, emocionante, blandita para el porrazo que nos proporcionaba la naturaleza! Puchas en reírnos con el Pelao de los conchazos que nos pegábamos en cada bajada!!!
Don Miguel aparecía como un fantasma en el bunker que hay en medio de la cancha, debajo de un gran pino, con las manos en las caderas. No necesitaba decir mucha cosa para saber que estábamos en problemas serios: “a ver, cabros!!!”, gritaba, y el tiempo se nublaba de inmediato para nosotros…. No nos quedaba otra que ocultar las tablas bajo las agujas de pino y salir con la cola entre las piernas, prometiendo nunca más volver a jugar allí…hasta mañana.
Don Miguel de cacería con el Tito El taita Miguel era un cazador extraordinario. Donde ponía el ojo, ponía los perdigones. Recuerdo como si fuese ayer no más varias cacerías en que participé, junto al Pelao, como cargadores oficiales del morral. Se juntaba un lote grande, no los recuerdo a todos por su nombre, pero veo al tío Milo, hermano de la mama Juana, un hombre dulce, de mirada tierna, de voz suave y de humor sutil e inteligente. Tenía la humildad del hombre sabio, siempre su presencia me llenó de paz y me hubiese gustado poder haber sido mayor para acercarme más a él, para gozar más de su compañía. Veo a don Emilio, que no se bien de donde era o venía, veo también a un señor cuyo nombre se me escapa pero que, si digo que tenía una escopeta que se cargaba por el cañón y que los fulminantes los guardaba en un receptáculo en la cacha de su arma, el Pelao me dirá de inmediato como se llama. Participaba también don Florencio Guerra, don Floro, dueño de la carnicería El Recreo, guenazo pa’la talla el hombre. Hace algunas semanas me encontré con su hijo, el Floro, y me contó que había fallecido recientemente, de un ataque al corazón. Al grupo de cazadores hay que agregar al Miga chico, el Feo, que le dicen ahora, después de un accidente de tránsito en el que vió la pelá pasar cerquita, y al Tito, ambos también excelentes cazadores hasta hoy.
Don Miguel, de cacería
El Tome, Las Cenizas, El Tigre, o el interior del Agua Salada son nombres que se me vienen a la memoria, como destino de esas inolvidables cacerías. Recuerdo hasta el sabor de la ensalada de cebolla con tomate que preparaba don Miguel en una fuente rectangular oscura, enlozada. Tengo también, nítido, el sabor de la tórtola, el conejo o la liebre preparados allí mismo, al fuego de la hoguera. Y la infaltable choca, hecha del tarro de conservas, donde preparaban un tecito hervido con sabor metálico, extremadamente delicioso y reconfortante, con las primeras luces del alba.
Y como olvidar los perros de don Miguel, entrenados para esas salidas a cazar y a uno en especial, el Flag, un perdiguero de flema y estirpe, puchas el perro lindo !!! fiel, cariñoso y experto! Sé que para el taita Miguel este fue uno de sus predilectos. Buceando en el baúl de los recuerdos encontré unos negativos que, de tan negros, nunca les di bola. Hoy, con la tecnología del escaner, logré hacer que afloraran sus imágenes, las que ofrezco a ustedes para que también recuerden o participen, de algún modo, en estos recuerdos.
El Flag (?)
Don Miguel se me fue demasiado rápido. Me hubiese gustado que se quedase más por aquí, para volver a salir a los cerros, con su escopeta al hombro, su pañuelo en el bolsillo trasero derecho, su jockey y su tranco largo y firme. Lo vi, por última vez, acostado en la cama que le prepararon en el comedor. Me dijo “Pelluco, como está don Pedro”, confundiéndome con el Peyo. Bien don Miguel, le dije, sin siquiera pensar en corregir su confusión. Dicen que, poco antes de partir, pidió que no lo enterraran con los pies hacia el mar, porque temía que se le enfriasen.
Asi se fue el taita Miguel, dando instrucciones hasta el final de sus días…
Escrito por don Mejai
Y como acostumbra a decir Don Yope: Continuará.