Por lo menos con mi viejo éramos discretos y esperábamos tomar la combinación en Calera para sacar el cocaví, porque en la estación Mapocho había que tomar el tren a Valparaíso primero. Partía a las 7:45 y en cuanto el inspector tocaba el pito para anunciar la partida, los pasajeros de esos carros segunda clase sacaban botellas de vino o de bebidas gaseosas, pasteles, pollo fiambre, perniles y arrollados... para el camino... y se los engullían antes de llegar a Las Chilcas !!!
De ahí para adelante compraban cuanta lesera pasaban ofreciendo los vendedores: merengues, sustancias, tortas de Curacaví, charqui de caballo, queso de cabra y alfajores eran lo más frecuente. Y entre vendedor y vendedor se instalaba un cieguito y su hija, que eran ya famosos, a cantar y tocar la guitarra o el acordeón. Como eran realmente buenos, llenaban el sombrero de chauchas y hasta de monedas de un peso. Seguramente que en los carros de primera clase les darían billetes, porque en el que viajábamos nosotros eran pocos los que tenían más que ''molido'' en los bolsillos.
Antes de la primera parada que era en Llay-llay, porque el expreso no se detenía en estaciones chicas, pasaba el inspector con una especie de alicate haciéndoles unas muescas a los boletos que eran de cartón grueso y duro de 3X5 cm, algo así como los billetes de los Picapiedra. Si hasta me acuerdo de su cara redonda con un bigote grueso que le escondía la boca, me miraba y me hacía poner de pie para ver si no era demasiado pailón como para pagar medio boleto no más; es que mi viejo tenía que ser económico para poder darse el lujo de veranear. Como a las diez de la mañana se llegaba a Calera y había que cambiarse de tren, éste era de trocha angosta con carros que tenían destinaciones diversas: unos iban a Los Vilos, otros a La Ligua o hasta La Serena; y los que iban a Papudo no sumaban más de tres, a veces eran unos carros mixtos de primera y tercera clase. Evidentemente que nosotros viajábamos en tercera, en unos asientos de palos atravesados que le dejaban el trasero con callos a los pasajeros que no se paraban de vez en cuando.
Para mí empezaba la parte más linda del viaje. Más vendedores y más cantores, era admirable el sentido del equilibrio que tenían, el balanceo de los carros constituía un verdadero desafío para cualquiera que pretendiera realizar cualquier desplazamiento sin afirmarse. Para mí la prueba más difícil era ir al baño y apuntarle a la taza sin rociar los bordes o mi pantalón.
El traqueteo rítmico del pat'e fierro, los resoplidos de la locomotora a vapor y sus pitazos eran música en mis oídos. Pasando la estación El Melón el trencito comenzaba el difícil ascenso de la cuesta del mismo nombre haciendo zig-zags, como queriendo devolverse. La marcha era tan lenta que algunos se bajaban para caminar o trotar al lado de los vagones. El panorama era de una belleza salvaje y con distintos tonos de verde, como los ''Paisajes de Catamarca'', las quebradas profundas llenas de árboles y matorrales densos que me hacían soñar con selvas vírgenes y animales exóticos. Y así, con gran esfuerzo la pobre locomotora llegaba por fin al túnel de Palos Quemados. La mitad del túnel, de un total de casi un kilómetro de largo, era de subida y en el medio se producía una especie de despertar que anunciaba que empezábamos a bajar, pero antes de emprender alegremente la bajada de la cuesta hacia Catapilco, el convoy se detenía para respirar un poco. Parece que la parada era para abastecer en agua la extenuada locomotora.
Luego partíamos con más energía, pasando por Catapilco y Rayado que era simplemente una parada donde el tren hacía un cambio de locomotora y le entregaba a otra máquina los carros que iban para otro lado. Pero lo más extraordinario era un pastel de choclo que vendían en Rayado, hecho en masa de empanadas, tenía forma cuadrada y en cada esquina sobraba una punta de esa masa deliciosa. La viejita que los vendía no daba abasto, en cinco minutos se le vaciaba el canasto y quedaba prometiendo más para la vuelta. La gente le compraba por las ventanas estirando el brazo y ella pasaba su obra de arte culinario en una servilleta de papel. La fragancia de ese pastel de choclo se fijó en mi memoria y lo reconocería sin equivocarme en cualquier parte del mundo... ¡Y mi viejo lo combinaba con una Papaya Rubio!...
Después del banquete seguían las golosinas y los aromas de cada estación; en Quínquimo siempre había una mezcla de eucalipto con asado a la parrilla que nos volvía a abrir el apetito, además vendían unos sandwichs de arrollado en pan amasado irresistibles.
Cuando el pito del tren sonaba en Agua Salada era el anuncio del fin del viaje. El mar se veía solamente casi al llegar a la estación de Papudo, que se encontraba en la entrada de un bosque de eucaliptos y cercada por una muralla de cedros. Ahí me despedía de ese tren y su locomotora que parecía responderme con su respiración de vapor. En ese entonces me habría gustado ser maquinista, pero de locomotoras a vapor, de esas que echaban humo y parecían jadear como si estuvieran vivas.
(...Y continuará también)