Los relatos de Don Yope aquí en el blog son hasta ahora, claro, bastantes años antes de que yo percibiese alguna cosa sobre la profundidad de la vida o la inmortalidad del cangrejo. Pero tengo varias cosas para recordar.
La lecheria de Jotabeche daba facilidad a los vecinos de tener leche fresca todos los días. Para eso, entregaba un tarrito exactamente igual al que existía en los fundos lecheros, pero a una escala menor, o sea un recipiente en miniatura que todo vecino podía tener y comprar lechecita rica, pura y entera, con todo el colesterol, las grasas saturadas y los mil y un venenos que dicen ahora que tiene, todos literalmente al pie de la vaca, sin que nuestros vecinos muriesen por problemas coronarios o cosa similar, supongo… Cada vecino caminaba algunas cuadras con el tarrito, lo entregaba en el local y se lo llenaban con leche fresca, entera, con grasita y esas delicias que encima de un pan, y con un poco de sal, eran de sabor divino...
También recuerdo algunos detalles del barrio. En la casa en la cual vivían mis padrinos, el abogado don Sergio y su esposa María de Rodríguez, llegó una familia que venía del campo, lejano a Santiago. Era la señorita Betty, ya de sus cuarenta y tantos, y sus padres, un señor bien acampado y su mujer ídem. Nada de mofas al respecto, solo quiero situar e identificar nuestro universo-tiempo y personas. Eran humildes y de gentileza impar. No sé de que vivían, solo recuerdo que vendían unos huevos de yema bien coloradita y deliciosos! Más de alguna vez entré al patio de su casa y allí estaban las gallinas, flamantes fabricantes de esos huevos que yo consumía, ávidamente, de la mejor forma que hasta hoy me saben: a la ostra, con limón, sal, aceite y ajo, claro, sin el cual no hay huevo a la ostra que valga la pena para mí…
Después de una larga convivencia con estos vecinos, supe de la muerte de la señorita Betty, encantadora y atractiva señora de las 4 décadas, por suicidio. Fue un golpe saber de esto, aunque este recurso nada ortodoxo para demostrar que estaba hasta la tusa de vivir de la forma que estaba viviendo no era algo desconocido para mis cortos años. Mi madre, doña Tita, sufría de depresiones extremas y más de alguna vez atentó contra su vida. Mi mami no tenía problemas siquiátricos, como por mucho tiempo se creyó, pasando incluso por horrorosas sesiones de electroshock e internaciones (ya voy a contar lo que pasaba) Por este asunto quedé con la idea de que, si pasaba una ambulancia por el barrio, seguro iría directo para el 157 de Ruiz Tagle. Pero doña Tita acabo sus días naturalmente, en la tranquilidad de su casa del Volcán Copahue , en la Villa Nuevo Amanecer, entregada plácidamente y de manos entrelazadas con la Quenita, excepcional ser humano y amor de persona, que la acompañó y cuidó varios años, a la cual la mami llamaba cariñosamente de "mi ángel de la guarda".

Doña Tita Acuña Caro tenía un problema casi prosaico: falta de litio en la sangre. Esta descompensación química la llevaba a esos intentos. El doctor Benucic, su psiquiatra por años, después de participar en un simposio en el exterior en inicios de los '70, llegó con el reciente descubrimiento: "falta de litio en la sangre produce depresión nerviosa". Le hizo una litemia y listo, una pastillita por día, de por vida, y mi mami prácticamente nunca más sufrió de depresión, teniendo inclusive motivos para ella, como la dispersión de la familia después del golpe militar, yo a Brasil, Pello a Canadá y mi padre a Argentina y Paraguay y por supuesto, la cruel enfermedad de mi padre y su rápida muerte.
Escrito por Jaime Bórquez