Casona de San Pablo 2322
Retrocediendo algunos años en mi relato vuelvo a la casona de San Pablo casi esquina de Cumming. Veo de nuevo esa larga escalera y hasta me acuerdo de la forma de la llave de la puerta de calle. Era enorme, con una argolla en un extremo del fierro que se terminaba en una paleta lateral en forma de escalera ascendiente y descendiente, de unos cinco especies de peldaños; daba la impresión de la silueta de una pirámide maya.
Escalera de San Pablo 2322
También recuerdo un largo pasillo con un ventanal alto al costado oriente. De ese pasillo se entraba al comedor y a la cocina, el pasillo doblaba a la izquierda, donde habían otras dos puertas: la primera, de una pieza de empleada y la segunda, de un segundo baño con ducha solamente. En este lugar veo al maestro Castañeda montado en una escala de tijera, quien me hablaba frecuentemente explicándome el nombre de las herramientas y para qué servían. Al maestro le faltaba un ojo y siempre me dio una sensación extraña el ver su cuenca vacía. Un día metí la pata con él diciéndole inocentemente: "mi mamá siempre dice: ''no le hace la pata al cojo ni al tuerto el ojo''.
No vayan a creer que se enojó, ni mucho menos. Él simplemente se rió con una carcajada bonachona diciéndome: "güena la talla, Peirito", mientras yo lo miraba con cara de "huevetas" sin saber si salir arrancando a esconderme o esperar a que me llegara un "coscorrón" de mi mamá, que andaba por ahí cerca. En todo caso me di cuenta en ese mismo momento de que la había embarrado medio a medio.
Entrada casa de Ruiz Tagle 157
Un día fuimos Amamaría y yo con el abuelo David a visitar la nueva casa en la calle Ruiz-Tagle, barrio Pila del Ganso. No sé si nos llevó en auto el tío Enrique, hermano de mi abuelo y que dicho sea al pasar, era super buena tela. O tal vez nos llevó don Jota, que era el único de la familia que sabía manejar, en todo caso lo que recuerdo es que el auto era negro y en aquella época los autos eran del mismo color que los teléfonos, o sea...todos negros.
Casa de Ruiz Tagle 157
Llegando a la casa tuve la primera alegría: no había que subir ninguna escalera, más bien había que descender un peldaño. Se entraba a un hall que nos pareció luminoso, pues estaba reluciente de cera, para impresionar al posible futuro propietario. Luego había una gran puerta que se habría hacia ese pasillo con techo de vidrio, con lindas baldosas rojas y este nos conducía hasta la terraza que nos pareció como de un palacio. Luego estaba el patio con ese parrón memorable y unos jardines perfectamente cuidados en cada costado. Entre los jardines serpenteaban unos senderos de pastelones de cemento y en el centro se erguía orgulloso el "piñón", como le decíamos, perfecta figura de la araucaria, con todas sus ramas simétricas bastante tupidas.
Cité de San Pablo 2324
Dejar la casa de San Pablo no fue difícil a pesar de que yo tenía como cinco años y estaba bastante conciente de muchas cosas, tenía un amigo llamado Daniel que vivía en el cité al costado poniente de la casa. Creo que cuando me despedí de él le regalé algunos juguetes. En la calle Cumming vivía una niñita trisómica que se llamaba Sonia y que me nombraba "el Peíto". Recuerdo que la llevaban a la casa para que jugara con la Anamaría, pero terminaba siendo yo su compañero de juego. También nos despedimos de ella. En esa casa también recuerdo que hubo una fiesta grandaza, parece que fue el compromiso o el casorio del "Jota con la Pecha", como los llamaba cariñosamente mi taita. Otro recuerdo confuso que tengo fue una fiesta con motivo del enlace del Goyo Martínez, personaje que merece un párrafo en un relato futuro, con la Margarita Pizarro.
También quedaba atrás "el pat'e palo", que era un tipo que hacía propaganda con un altavoz al negocio del frente, encaramado en unos tremendos zancos. Nosotros lo mirábamos entretenidos sentados en el balcón del dormitorio de mis viejos. Aun suenan en mis oídos las voces de la Anamaría y de la María Oriana gritándole a todo pulmón: "palo-palo" y el hombre les respondía: "qué quiere, mi niña", y mi mamá intervenía diciendo: "dejen tranquilo a ese caballero".
Pedrito y Anamaría
Un día en que el Sol reinaba sin obstáculos, llegamos a la nueva casa. Mi hermanita y yo contentos como chirigües, ni supimos de bultos ni acomodos; éramos unos pergenios apenas concientes de estar viviendo y en menos que canta un gallo ya estábamos acostumbrados a nuestra nueva realidad, entonces, apenas unos minutos más tarde, aparecieron para desearnos la bienvenida, el Hugo, el Lalo y la Lucía, quienes nos invitaron a jugar y a conocer al resto de su familia: la Cristina, el Pocho, la señora Anita y don Alfonso. Era como si de repente nos hubiera crecido la familia, porque con los Céspedes Contreras fuimos uña y mugre desde el primer momento.
Así empezó un nuevo, largo e importante capítulo de nuestras vidas. Penas y alegrías se irían alternando y forjando nuestros destinos. De los malos momentos me acuerdo poco, tal vez porque es más agradable acordarse de los buenos y el masoquismo no es mi estilo.