Cualquier pretexto servía para ir al cerro. Para el "golfo" era otro cuento, pues había que levantarse por obligación, tempranito para arreglar los "grines", los "bánquer", limpiar los "fergüei" y las partidas. Después, tomábamos desayuno con pancito amasado y volvíamos al "golfo" a esperar los pijes golfistas para que nos contrataran como caddies, o como ''punteros'' cuando éramos demasido petisos y no nos podíamos la bolsa con los palos. Ahí nos mandaban adelante para mirar dónde caía la pelota de los jugadores que le pegaban chueco. Nos pagaban menos que a los grandes, pero igual nos servía para comprarnos un dulce de La Ligua y una Papaya Rubio. A propósito tengo que contar la triste noticia que la pequeña industria que producía esta deliciosa bebida gaseosa hace poco cerró definitivamente sus puertas. Ahora ando desesperado haciendo mezcolanzas tratando de obtener un sabor aproximado. Lo más cercano me parece, es 7UP o Cachantún con jugo de papaya de La Serena. Quedo atento a recetas mejores.
Mi primer contacto con el golf fue desastroso. Resulta que don Miguel nos había regalado, cuando recién nos conocimos, un fierro n°2 para mi viejo y un n°4 recortado para mí. También nos pasó unas pelotas viejas; algunas con tremendos chichones por los coscachos recibidos y unos cortes como sonrisas diabólicas. Nos fuimos mi viejo y yo a la "cancha del zig-zag". En la partida mi taita puso un tee y una pelota, me repitió las intrucciones que le había dado don Miguel: "ponga las manos así, párese asá, mire siempre la pelota...ya, hijo, péguele, no más...". Eché la chueca atrás, con todas mis ganas y tuve la sensación de haberle pegado a un tronco de árbol. Me di vuelta de inmediato y vi a mi viejo tapándose el ojo derecho con la mano llena de sangre. El susto que me dio fue más grande que el pánico y me puse no a llorar, sino a bramar. Pero mi viejo pronto me calmó asegurándome que no era nada tan grave y sobre todo, que yo no tenía la culpa. Se acordó hasta de recojer las chuecas y las demás cosas que me pidió que transportara, se puso un pañuelo en el ojo, me tomó de la mano y empezó a silbar mientras caminaba.
Así bajamos hasta el edificio de la Municipalidad, donde tenía su clínica el Practicante don Juan Léctora, quien le puso varios puntos de sutura y le pegó un tremendo parche curita en plena ceja derecha. Mientras se hacía tratar, mi taita echaba tallas y el practicante, que era re simpático y querido por todo el pueblo, se las respondía, así los dos se hicieron amigos y en más de una ocasión don Juan trató a mi taita por algún achaque, especialmente después de algún exceso de la Semana papudana o de la zapallarina.
Esa fue mi primera experiencia como golfista. Casi me acrimino con mi viejo. Pero después empecé a pegarle a la pelota y a jugar como los cabros de allá, que a pesar de que casi siempre me ganaban yo les hacía la collera, especialmente hacia fines de cada verano, cuando ya estaba mejor entrenado. A principios de mi adolescencia Emilio Palacios, en ese tiempo uno de los mejores profesionales de Chile, le dijo a mi papá que yo le pegaba muy bien a la pelota y que un día podría ser profesional. Pero para eso habría que haber tenido billete, para comprarme equipo y conseguir canchas donde entrenarme. Como nosotros éramos puro pueblo el sueño murió ahí, en los cinco minutos siguientes del comentario.
Ir a la leña significaba al mismo tiempo jugarretas y trabajo. Colgarse de las lianas, subirse a los árboles y tirar piedras con la honda se combinaba con cortar ramas con el machete, atar las ramas y cargarlas al hombro hasta la casa que se encontraba a varios kilómetros de distancia. El atado de leña era pesado y las asperezas de las ramas nos agredían la piel por encima de la ropa y la tela de saco plegada que nos poníamos como cojín. A veces el taita Miguel encontraba poca la leña o de mala calidad y nos echaba su buena retada, jamás lo escuché darnos las gracias o felicitar a alguno de los hijos por algo bien hecho. Pero igual lo pasábamos bien en las quebradas comiendo cóguiles, granadillas o fruto de boldo.
Este último no es muy evidente y en general, poco conocido; es como una bolita verdosa (recuerden que soy un poco daltónico) de un sabor dulce en armonía con la fragancia de las hojas, de aproximadamente un centímetro de diámetro. Un verano de abundancia excepcional, nos dimos una tranca con el Miguel, el Tito y el Guatón, creo que estaba también Patricio Escobar. Nos hinchamos y en la noche fue el descalabro, en la pieza donde dormíamos los cinco no se podía respirar, la imperiosa necesidad de aliviarnos con sonidos de variadas tonalidades nos provocaba una risa incontrolable que nos aumentaba las ganas de desinflarnos. A cada ''nota'' de ese concierto seguía una talla y más risas, hasta que el taita Miguel nos paró los carros desde la pieza vecina.
Esos recuerdos son impagables. Sin ser inconcientes de lo seria que puede ponerse la vida, ni sin perder el sentido de nuestras obligaciones, nos dábamos la satisfacción de ser felices con cosas tan simples, cosas que no se necesitan comprar ni adquirir a la mala; piedras, palos, cordelitos, cuescos de frutas, en fin, cualquier cosa, se convertía con imaginación, en juguete o herramienta. Lo otro que nos definía como niños felices era la sensibilidad hacia la naturaleza. Todo ello era acompañado y fortalecido por el cariño que nos teníamos, todo lo compartíamos, pero respetábamos lo que le pertenecía a otro. Nadie tomaba la onda o el ''zurrión'' del otro sin su permiso. Al mismo tiempo si alguno le pedía alguna cosa a cualquiera de nosotros, era seguro que se le prestaba y luego se devolvía en el mismo estado que antes. Por eso nos entendíamos tan re bien y las jugarretas del golf, del cerro o de las salidas a pescar y a mariscar quedaron como esculpidas en nuestros felices recuerdos.
Salir a mariscar es otro cuento que irá en un capítulo posterior.