lunes, 24 de marzo de 2008

A los cerros papudanos. ¡¡Ségunda!! ...dicen Los Chachaleros.


Cualquier pretexto servía para ir al cerro. Para el "golfo" era otro cuento, pues había que levantarse por obligación, tempranito para arreglar los "grines", los "bánquer", limpiar los "fergüei" y las partidas. Después, tomábamos desayuno con pancito amasado y volvíamos al "golfo" a esperar los pijes golfistas para que nos contrataran como caddies, o como ''punteros'' cuando éramos demasido petisos y no nos podíamos la bolsa con los palos. Ahí nos mandaban adelante para mirar dónde caía la pelota de los jugadores que le pegaban chueco. Nos pagaban menos que a los grandes, pero igual nos servía para comprarnos un dulce de La Ligua y una Papaya Rubio. A propósito tengo que contar la triste noticia que la pequeña industria que producía esta deliciosa bebida gaseosa hace poco cerró definitivamente sus puertas. Ahora ando desesperado haciendo mezcolanzas tratando de obtener un sabor aproximado. Lo más cercano me parece, es 7UP o Cachantún con jugo de papaya de La Serena. Quedo atento a recetas mejores.

Mi primer contacto con el golf fue desastroso. Resulta que don Miguel nos había regalado, cuando recién nos conocimos, un fierro n°2 para mi viejo y un n°4 recortado para mí. También nos pasó unas pelotas viejas; algunas con tremendos chichones por los coscachos recibidos y unos cortes como sonrisas diabólicas. Nos fuimos mi viejo y yo a la "cancha del zig-zag". En la partida mi taita puso un tee y una pelota, me repitió las intrucciones que le había dado don Miguel: "ponga las manos así, párese asá, mire siempre la pelota...ya, hijo, péguele, no más...". Eché la chueca atrás, con todas mis ganas y tuve la sensación de haberle pegado a un tronco de árbol. Me di vuelta de inmediato y vi a mi viejo tapándose el ojo derecho con la mano llena de sangre. El susto que me dio fue más grande que el pánico y me puse no a llorar, sino a bramar. Pero mi viejo pronto me calmó asegurándome que no era nada tan grave y sobre todo, que yo no tenía la culpa. Se acordó hasta de recojer las chuecas y las demás cosas que me pidió que transportara, se puso un pañuelo en el ojo, me tomó de la mano y empezó a silbar mientras caminaba.

Así bajamos hasta el edificio de la Municipalidad, donde tenía su clínica el Practicante don Juan Léctora, quien le puso varios puntos de sutura y le pegó un tremendo parche curita en plena ceja derecha. Mientras se hacía tratar, mi taita echaba tallas y el practicante, que era re simpático y querido por todo el pueblo, se las respondía, así los dos se hicieron amigos y en más de una ocasión don Juan trató a mi taita por algún achaque, especialmente después de algún exceso de la Semana papudana o de la zapallarina.

Esa fue mi primera experiencia como golfista. Casi me acrimino con mi viejo. Pero después empecé a pegarle a la pelota y a jugar como los cabros de allá, que a pesar de que casi siempre me ganaban yo les hacía la collera, especialmente hacia fines de cada verano, cuando ya estaba mejor entrenado. A principios de mi adolescencia Emilio Palacios, en ese tiempo uno de los mejores profesionales de Chile, le dijo a mi papá que yo le pegaba muy bien a la pelota y que un día podría ser profesional. Pero para eso habría que haber tenido billete, para comprarme equipo y conseguir canchas donde entrenarme. Como nosotros éramos puro pueblo el sueño murió ahí, en los cinco minutos siguientes del comentario.

Ir a la leña significaba al mismo tiempo jugarretas y trabajo. Colgarse de las lianas, subirse a los árboles y tirar piedras con la honda se combinaba con cortar ramas con el machete, atar las ramas y cargarlas al hombro hasta la casa que se encontraba a varios kilómetros de distancia. El atado de leña era pesado y las asperezas de las ramas nos agredían la piel por encima de la ropa y la tela de saco plegada que nos poníamos como cojín. A veces el taita Miguel encontraba poca la leña o de mala calidad y nos echaba su buena retada, jamás lo escuché darnos las gracias o felicitar a alguno de los hijos por algo bien hecho. Pero igual lo pasábamos bien en las quebradas comiendo cóguiles, granadillas o fruto de boldo.


Este último no es muy evidente y en general, poco conocido; es como una bolita verdosa (recuerden que soy un poco daltónico) de un sabor dulce en armonía con la fragancia de las hojas, de aproximadamente un centímetro de diámetro. Un verano de abundancia excepcional, nos dimos una tranca con el Miguel, el Tito y el Guatón, creo que estaba también Patricio Escobar. Nos hinchamos y en la noche fue el descalabro, en la pieza donde dormíamos los cinco no se podía respirar, la imperiosa necesidad de aliviarnos con sonidos de variadas tonalidades nos provocaba una risa incontrolable que nos aumentaba las ganas de desinflarnos. A cada ''nota'' de ese concierto seguía una talla y más risas, hasta que el taita Miguel nos paró los carros desde la pieza vecina.
Esos recuerdos son impagables. Sin ser inconcientes de lo seria que puede ponerse la vida, ni sin perder el sentido de nuestras obligaciones, nos dábamos la satisfacción de ser felices con cosas tan simples, cosas que no se necesitan comprar ni adquirir a la mala; piedras, palos, cordelitos, cuescos de frutas, en fin, cualquier cosa, se convertía con imaginación, en juguete o herramienta. Lo otro que nos definía como niños felices era la sensibilidad hacia la naturaleza. Todo ello era acompañado y fortalecido por el cariño que nos teníamos, todo lo compartíamos, pero respetábamos lo que le pertenecía a otro. Nadie tomaba la onda o el ''zurrión'' del otro sin su permiso. Al mismo tiempo si alguno le pedía alguna cosa a cualquiera de nosotros, era seguro que se le prestaba y luego se devolvía en el mismo estado que antes. Por eso nos entendíamos tan re bien y las jugarretas del golf, del cerro o de las salidas a pescar y a mariscar quedaron como esculpidas en nuestros felices recuerdos.

Salir a mariscar es otro cuento que irá en un capítulo posterior.

(continuará, lo prometo, a menos que alguien se oponga...)

lunes, 17 de marzo de 2008

Un paraíso llamado Papudo


Capítulo II
Los pirigüines nadaban felices


El olor a pan calentito con mantequilla y al café con leche viajaban por el aire matutino y al circular por nuestras narices iban despertando alegremente nuestros cuerpos aletargados. ¡¡ Arriba los corazones !! que nos espera un nuevo día pleno de aventuras. En un santiamén estábamos en pié y después del rito de empaparse apenas los ojos para no sentarse a la mesa con lagañas nos apresurábamos en devorar nuestro frugal desayuno para luego salir a jugar

Carlitos Harnecker, era un conspicuo personaje que acostumbraba pasar algunas temporadas veraniegas en casa de los Encina. Nos asombraba por su forma de hablar y sus finos modales cuando compartía la mesa familiar. Regularmente estaba impecablemente vestido y perfumado, además que siempre estaba bien acompañado por algún amigo. Nos llamaba mucho la atención su forma de actuar pero a pesar de todo manteníamos una actitud respetuosa hacia él sin que por eso pudiésemos evitar intercambiar algunas miradas de complicidad.

Terminado el desayuno salíamos en tropel a jugar afuera y pronto estábamos afanados en conseguir los elementos para el plan del día. Haríamos arcos y flechas !!! la guerra ya estaba declarada !!! Luego de trabjar arduamente en confeccionar nuestras “armas” nos agarrábamos a flechazos tupido y parejo. Lo curioso es que a pesar de lo peligroso que puede ser un juego de este tipo, no recuerdo que alguien haya salido herido. Hoy las madres no dejarían jugar de esta forma a sus hijos ante el temor de desprendimientos de córneas, heridas infectadas, esguinces y desgarros. Parece que en esos años teníamos a nuestro lado unos ángeles de la guarda muy eficientes que nos cuidaban con esmero, ya que no habían escaners ni resonancias magnéticas y todos esos artilugios que han inventado actualmente para someternos.

Aburridos de jugar a los indios, por la tarde después de almuerzo armábamos una gran pichanga frente a la casa. Pronto aparecía una pelota y…
¡¡¡ Se comienzan a armar los equipos señores!!! .
La estrella por esos días era “La Garrincha” y todos la querían para que jugara por su lado. Era ni más ni menos mi hermanita Viviana que de tanto juntarse con los hombres había desarrollado una actitud y fortaleza notable. No se arrugaba ante nadie y metía la pata con fiereza, marcaba con vigor y se despachaba unos furibundos pelotazos que muchas veces se transformaban en goles. La algarabía era total y en medio de la polvareda que levantábamos, los gritos y el aliento de los espectadores… de pronto se escuchaba:
Hay que ir a buscar agua niños !!!

Último gol gana !!!

Sudorosos y cansados salíamos con la carretilla y las chuicas rumbo a la quebrada del francés en busca de agua y de nuevas aventuras. Por el camino íbamos ensayando la puntería con las hondas y perdiendo la últimas flechas que nos quedaban.
Los Boldos, Quillayes y Litres nos iban acompañando con su sombra y aromas mientras nos internábamos en busca del tranque para sacar el agua lo más limpia posible. En algunas ocasiones nos deteníamos en las pozas para observar los insectos que pululaban por allí como las Libélulas, que para nosotros eran verdaderos helicópteros y los Patinadores que se deplazaban veloces sobre la superficie del agua o simplemente para agarrar a peñascazos a los pirigüines.

Al final de la tarde, felices pero cansados, volvíamos a la casa con el agua que habíamos recolectado y al llegar la vaciábamos en unos tambores que estaban en un patio interior.
Allí mientras el agua caía a borbotones desde las chuicas observábamos asombrados como un sinfín de pirigüines nadaban felices en el fondo del tambor.

sábado, 15 de marzo de 2008

Un paraíso llamado Papudo

Capítulo I
Andes Mar Bus – Los rápidos de Chile también llegan a Papudo

Casi no había dormido pensando que al día siguiente, ese siete de enero de 1964, partiríamos con mis hermanas, la Vivi y la Loly, a un balneario llamado Papudo donde según mi madre, la Fresia o la Pecha como le decían sus más cercanos, nos quedaríamos en la casa de una familia amiga, los Encina, un grupo familiar enorme con muchos niños y niñas. Mi madre me había asegurado que no me iba a aburrir y que además iba estar un primo casi desconocido para mí, el Jaimito, hijo de la tía Tita y del tío Pedro Bórquez.

Esa mañana estaba un poco fría y caminábamos apresurados por la calle San Pablo con las maletas a cuestas, doblando raudos por la calle Bandera y a la rastra llegando a la Avenida Balmaceda donde estaba el Terminal de Andes Mar Bus.


La emoción era fuerte al ver esas máquinas poderosas color café con leche y con su motor ronronendo, prestas a partir hacia su destino. El movimiento del terminal era incesante, vendedores y suplementeros pululaban por todos los rincones, gente llegando, otros esperando algún pariente mientras los auxiliares de los buses, ataviados con un uniforme color beige y su gorra se esmeraban en acomodar la carga y los bultos sobre la parrilla superior para posteriormente cubrirlos con una lona y amarrarlos cuidadosamente. No fuera que se cayese algo por el camino…



Nos acomodamos felices en nuestros respectivos asientos cuya “librea” era dorada de fondo con líneas y ondulaciones naranjas. En el apoya brazos había una perilla que había que girar para reclinar el asiento y las ventanillas siempre tan requeridas y motivo de peleas para ir mirando el paisaje, contando las vacas y asombrándonos con la publicidad caminera tenían cortinas retráctiles que pronto nos encargamos de despejar, mientras emocionados veíamos como el conductor con su uniforme café se encaramaba rápidamente al bus haciéndole el quite al motor que estaba al lado de su asiento al tiempo que tomaba el control del volante.

Eran las siete de la mañana, el bus se balanceaba saliendo del terminal y mientras se desplazaba por las calles de ese Santiago que recién comenzaba a despertar, el sol despuntaba sus primeros rayos por entre los contrafuertes cordilleranos.
El trayecto hacia la costa se fue desarrollando sin contratiempo alguno hasta que finalmente llegamos, después de horas que me parecieron interminables, al pueblo de Papudo.

A la sazón tenía 13 años y había llegado hacía poco desde La Serena donde estudiaba en un internado para ser cura franciscano y me sentía un poco como pollo en corral ajeno con tanto ajetreo en la casa de los Encina, la cantidad de niñas me turbaban un poco y los niños que se esforzaban por hacerme sentir en casa de a poco los fui conociendo… el pelao, el Manuel y mi primo Jaime, los que a la postre fueron mis “compañeros de trabajo” en las marchas forzadas a buscar agua a la Quebrada del francés y también cómplices de las aventuras que se fueron sucediendo en cada incursión que hacíamos a ese paraíso hermoso lleno de árboles frondosos, de frutos silvestres que comíamos sin reparos y hasta el hartazgo. Aún siento el sabor dulzón de los cóguiles que recolectábamos cuando íbamos a jugar y a balancearnos en las lianas, felices gritando a lo Tarzán. De pronto nos dábamos cuenta que el sol empezaba a bajar vertiginosamente y partíamos raudos quebrada abajo para llegar a la casa con nuestro precioso elemento, el agua, antes que anocheciera y nos lleváramos algún reto.


Cóguil (Lardizabala biternata)

Mi primeras impresiones cuando llegué por primera vez a la casa de los Encina fueron fuertes. La mirada adusta, pero acogedora de don Miguel Encina, lo laborioso de la mama Juana y de las niñas, que como dije me inhibían un poco, sobretodo considerando que como venía de un internado mi contacto con el sexo opuesto era escaso. Pero la impresión más fuerte llegó cuando me llevan a una pieza que quedaba casi a la entrada de la casa y me dicen, aquí vas a dormir tú, en la pieza de los hombres. Me asomo a una pieza oscura y siento un olor acre que no era a canela entre movimientos de sábanas, resoplidos y uno que otro ronquido. Fue un golpe fuerte a mis sentidos, pero el acostumbramiento llegó más pronto de lo esperado. A la noche siguiente después de correr y jugar toda la tarde ya estaba cooperando con la densa atmósfera llena de olores, humores y sudores de nuestro dormitorio comunitario.

Seguirá en una próxima entrega

miércoles, 12 de marzo de 2008

Del trencito al Jedimar...

Verdad sea dicha, don Yope nos ha dado cancha, tiro y lado en esto de pasar al blog los recuerdos. Y se le viene cada detalle a la cabeza! Ahi uno es obligado a exclamar "era eso mismo!". Viajé más de alguna vez en ese tren a Papudo. Era cabro chico y el viaje era toda una aventura. Estación Mapocho, Montenegro, Til Til, Polpaico, Quínquimo, Las Chilcas, Llay Llay, La Calera, pueblos y pueblitos que, al pasar por ellos, me acercaban más a ese pedazo de paraíso que fue, es y será Papudo. Habia una parte en el camino en la cual el tren retrocedia. Mi viejo siempre me hacía la talla: aaahhhh, Jaimito, nos estamos devolviendo!!! Y se me venía el mundo abajo. No más caminatas por los cerros, no más salidas con mi yunta, el Pelao, Pedro Emilio Encina Alvarez; Pedro por mi viejo, su padrino, y Emilio por don Emilio, eximio cazador, gran amigo de mi viejo y de don Miguel, o don Miga Encina. No más recogiendo piedras huevillo para los certeros hondazos, no más guerra en la quebrada, con bellotas, ni más gritos de Tarzán en el paseo a las lianas, ni ir a comer cóguiles, ni las bajadas a la playa en la tarde, despues de hacer lo que era sagrada y agradable obligación: ir temprano a las canchas de golf, salir de puntero o caddie, ganarse unas monedas y después almorzar e ir al agua, con la carretilla llena de chuicas o a buscar leña, para la mama Juana hacer ese delicioso, inolvidable, santo y maravilloso pan, en el horno de barro que había a la entrada de la casa.

El ir en tren a Papudo era más que un viaje, era una verdadera iniciación. Peyo lo dice claro, salíamos temprano y llegábamos al paraíso cerca de las tres de la tarde, o me equivoco? Esa carretilla de madera, especial para cargar maletas!!! Se me habia olvidado, oiga! Y al salir de la estación pasabamos por una especie de cruz horizontal, dos palos cruzados como lo que en portugués se llama catraca, como esas que tiene el Metro, para que pasen de a uno los huevetas y no se achoclonen...



Pero el tiempo hizo que el viaje fuese en bus. Don Topa puede colaborar aquí con esas fotos de los buses Schausson, de Andes Mar Bus. Y también viajaba en Jedimar, que es la sigla de don Jesus Diez Martínez, el cual tuve placer de conocer en los años 80, cuando dí la Vuelta al Mundo, con Lan Chile. Hoy este caballero es dueño de Tur-Bus... puchas que le creció el pelo.

Me mandaban chico en bus a Papudo, llevaba siempre una caja de cartón con alimentos para la casa, tallarines, salsas, arroz, azucar, en fin, habia que ponerse, claro, aunque esa caja no era ni de lejos lo suficiente para el tiempo que pasaba en casa de los Encina. Recuerdo haber partido, innúmeras veces, al otro día del año nuevo y volver dos días antes de entrar a clases. Las patitas... Y hubo un tiempo que jodí la pita para que me dejaran en Papudo, quería incluso que me inscribieran en la escuela! Qué Santiago ni que ocho cuartos, que Liceo Ruiz Tagle ni que nada, Papudo era mi sueño interior, para ser feliz el año entero, protegido por los cerros y el mar, en compañia de mi yunta, el Pelao.

Pasaba el tiempo volando, del golf al almuerzo, de ahí al agua, de ahí a la playa, luego a tomar once, despues a jugar al alto, a la escondida, de ahí a comer, bajar a los juegos, la lotería, el taca taca, los patitos, pasear por la terraza y partir a acostarse, para repetir nuevamente todo al otro día, sin el menor problema.
Un día me avisaban, mañana tiene pasaje, Jaimito, se tiene que ir a Santiago. Ay que pena más grande !!! volver a la ciudad, no más cerros, no más hondazos, no más risas, o más historias de fantasmas, de almas penando, no más escuchar al Guatón tocando la armónica, no más salir con los viejos a cazar, don Lucho, don Miga, el tio Milo, mi viejo, don Emilio, don Floro Guerra (falleció en octubre pasado) y varios que se me olvidan. También recuerdo que participaban el Tito, el Miguel y el Guatón, tremendo grupo de gente! Era talla el día entero.

El Jedimar partía re temprano. Me despertaban y aún era de noche. El Guatón Manuel me iba a dejar. Cargaba mi maleta en su hombro y bajamos por el peladero que hoy es una calle llena de casas. Chao Jaimito, buen viaje, decia Manuel. El bus cruzaba la plaza, tomaba la carretera y yo miraba por la ventana trasera como me iba alejando de mi paraíso, de mi yunta el Pelao y de todos esos seres queridos, la Pelaíta, la Juani, la Judy, la Quena, el Negro, el Guatón, el Tito, el Miguel, la Teruca, la Palmira...

Cuando el Jedimar enfilaba y subía para el Agua Salada, desaparecía Papudo y, a partir de ese punto, lloraba en silencio hasta convencerme que, en el feriado más próximo, volvería a mi paraíso. Y asi fue siempre.

( continuará, claro!)

sábado, 8 de marzo de 2008

A los cerros papudanos, me llevaron los caminos... Como la Zamba del Grillo: ¡¡Primera!!

A la una de la tarde, si es que el tren llegaba a la hora, entrábamos en la estación de Papudo, pero antes de detenerse pasaba el inspector retirando los boletos, también pasaba a la carrera el vendedor de bebidas recogiendo las botellas; ése que como me lo recuerda don Topa, gritaba: "Maltabilypilsen", todo de corrido.
Abro un paréntesis. Esto me hace pensar en uno de estos vendedores que hacía el trayecto a Cartagena. Tenía unos modos tan finos que no podíamos evitar de dudar de su masculinidad; ofrecía sus bebidas con voz de flauta desafinada, como preguntando: "¿Petsicola, Orancrásss?". Y la gente le compraba con una sonrisita irónica. Cierro el paréntesis.
Nos bajábamos de ese tren que tanto se había esforzado para llevarnos hasta el nivel del mar y empezábamos nosotros a subir con las maletas a cuestas para llegar hasta la casa de los Encina, que se encontraba por allá arriba, donde el diablo perdió el poncho; y pensar que ahora están casi en el centro de la ciudad, sin haberse mudado. A veces mi viejo conseguía uno de esos sencillos papudanos que se ganaban unos pesos llevando maletas en una carretilla fabricada a mano, con una plataforma plana y un borde adelante para impedir que los bultos resbalaran.Tomábamos la "calle de Don Rola", respirando cortito por lo empinada que era la subida. Se pasaba delante de la "Residencial Hernández", donde nos alojábamos cuando íbamos en familia, antes de que mi mamá entrara en confianza con la mama Juana. Ahí, cuando yo estaba re chico, me mandé un condoro que todavía hace reir a mi hermana. Toda la familia lo gozó durante años, especialmente el tío Sergio, que parece que estaba presente. Resulta que a la hora del desayuno o del almuerzo, mi hermana que tendría dos o tres años, tuvo una urgencia biológica en el dormitorio y yo entré al comedor, que estaba lleno de veraneantes, gritando: "mamá, la Anamaría quiere caca". En esa época "caca" era palabra soez, había que decir "cacuca", también se decia el "popin" y todas las partes del cuerpo un tanto íntimas tenían su nombre "elegante". En esos tiempos lejanos, la calle al sur de Don Rola era la que limitaba las canchas de golf y en ella se encontraba El Parrón, a los pies de la residencial Hernández. Siguiendo el camino cuesta arriba, se pasaba delante de los restos calcinados del "Gran Hotel", que durante muchos años permaneció en ruinas. Recuerdo que aun olía a quemado; vigas, postes, palmeras y eucaliptos medio tostados parecían empeñados en recordar días gloriosos de lujo y opulencia, mientras una hermosa cerca de madera se esmeraba en impedir la pasada a los roteques. Seguíamos subiendo hasta llegar a la plaza. Entonces, mi taita decía al de la carretilla: "hasta aquí no más, amigo, el resto me la puedo solo... Cuánto le debo", y el hombre respondía: "lo que sea su cariño, pues". Mi viejo, que le gustaba ser generoso, sacaba unos billetes arrugados y le decía: "perdone lo poco,amigo". Al tipo se le desarrugaba el caracho y con una sonrisa de oreja a oreja daba las gracias; enseguida, agarraba la carretilla y corría cuesta abajo a ofrecer sus servicios a otros pasajeros que subían lentamente cargando sus bultos, porque en ese tiempo no había taxi, con suerte se podía conseguir carretela con caballos. También se veían carretas con bueyes, porque Papudo era agrícola y pesquero. Su vocación de balneario vino después, cuando se generalizó el servicio de alcantarillado. Cargando una maleta en cada mano mi taita emprendía de nuevo la marcha. Como yo era un pergenio de cuatro a cinco años, la única carga que era capaz de llevar era un bolso, de esos que se tercian desde el hombro, más mi propia humanidad. Las casas más arriba de la plaza se erigían como salpicadas entre los terrenos desocupados, muchos de ellos sin ningún límite visible. Atravesando esos sitios por senderos entre abundantes cardos, que a veces me rasguñaban las piernas a causa de mis pantalones cortos, o me clavaban las patas transpasando la tela de las alpargatas, o los agujeros de ventilación de las sandalias , llegábamos al fin a casa de los Encina, donde nos recibía con sincero regocijo la mama Juana, el taita Miguel, Humberto y la cabrería que ya sumaba como ocho hijos; entonces llegaba yo, pa' que no se sintieran tan solos. La playa, los cerros y el "golfo" ya eran destinos fijos pa' partir con el Miguel, el Tito y el Guatón en cuanto nos dieran permiso. Pero antes, mi viejo tenía que abrir las maletas, conteniendo regalos y abarrotes para que nuestra presencia no fuera una carga muy pesada. Aun tengo grabada en la memoria esa maleta de cuero color café. ¡Puchas que duró esa maleta! No recuerdo haberla visto destrozada por el uso. También tenía otra del mismo color, pero de material rígido, como metálico, con unas tremendas chapas.¿Vamos pa'l cerro, Pello?", me decían los cabros y yo miraba no más a mi viejo, que decía sí con la cabeza agregando: "sea prudente, hijo". La mama Juana agregaba: "aprovechen de traer leña pa' la cocina"...Y partíamos felices en busca de nuevas aventuras.
(...Quedo haciendo el punteo antes de la segunda )

Escrito por don Yope